Albert Rivera tiene mucha labia. Ya la tenía de estudiante. Habla bien. Además, es listo, en el sentido de espabilado. Empezó vendiendo su particular crecepelo anticatalanista, una fórmula inventada por un grupito de intelectuales perezosamente de izquierdas resentidos con el pujolismo. Con el ‘tsunami’ independentista, la demanda se disparó. Inmensa fue su alegría cuando constató que el anticatalanismo -tornado ya antiindependentismo- se lo quitaban de las manos.
Al listo de Albert, segurísimo de sí mismo y ambicioso como el que más, enseguida se le ocurrió ampliar el negocio, y comercializar anticatalanismo en toda España, al por mayor. Era el hombre del momento. La gran promesa. Por aquel entonces los banqueros y los señores del Ibex lo mimaban, lo trataban como a un hijo. Rivera tenía prisa y no sabía -y no parece haber aprendido- que el tiempo lo es prácticamente todo en política. Quería llegar, llegar rápido, lo antes posible.
Tras su intento de aliarse con Pedro Sánchez -algo que Podemos reventó al no sumarse al acuerdo- y de haber izado la bandera anticorrupción, acabó apoyando a Mariano Rajoy -justo tras la sentencia del ‘caso Gürtel’- en contra de la moción de censura del PSOE. Albert cada vez estaba más a la derecha. Empezó a forcejear con el nuevo líder del PP, Pablo Casado, el ‘aznarito’. Durante la campaña de las elecciones andaluzas ya eran tres: Casado, Santiago Abascal y él. Cabalgaban juntos. Albert, de quien no hay que descartar que realmente se crea liberal, decidió hermanarse con el PP y Vox para desalojar al PSOE de Andalucía.
Sellando aquella alianza, Ciudadanos renunciaba a los votos de los desencantados con los socialistas, algo de lo que tanto se había beneficiado, y si no que se lo pregunten, por ejemplo, al PSC. Luego llegaría la manifestación en la plaza Colón de Madrid y las promesas de no pactar, jamás de los jamases, con Sánchez.
Albert sigue intentando llamar la atención. Pero ya no hace tanta gracia, ni siquiera a sus antiguos padrinos millonarios. Ya no es aquel recambio de Rajoy que algunos habían querido ver en él. El antiindependentismo -con agria tintura catalanofóbica- y el derechismo lo venden también, y a lo bestia, Casado y Abascal (los ultras de Vox acaban de debutar en Barcelona). Así es que, aun a su pesar, Ciudadanos ha acabado pareciendo un sucedáneo, o peor todavía: una copia de la copia.
El panorama se presenta bastante desagradable y el líder de Ciudadanos aparece hoy desnudo, como en aquel cartel que le hizo famoso en el 2006. La buena fama cuesta mucho de atesorar y uno la puede perder, especialmente en política, en un momento. Por su parte, la mala reputación, el desprestigio, se gana fácilmente y, como el chicle en la suela del zapato, cuesta horrores librarse de ella.
A cada bandazo que ha dado, y van un montón, Albert ha ido perdiendo clientela. Ofreciéndose a Casado para gobernar juntos se ha equivocado una vez más, tanto es así que en las elecciones del 28 de abril el descalabro puede ser de aúpa. Tal vez la puerta de los infiernos para el parlanchín Albert.