Ha llevado a cabo, con solamente unos días de diferencia, dos sensacionales demostraciones de fuerza. Dos exhibiciones de poder casi seguidas. Carles Puigdemont, el eurodiputado, el presidente exiliado, el fugitivo de la justicia española, acaparó primero cuatro de los ocho puestos de la delegación de la Generalitat que se reunió con la de Pedro Sánchez. Nadie del conglomerado de JxCat osó chistar, ni el más temerario entre los discrepantes. Entre sus cuatro, el jefe de la parte catalana, el ‘president’ Quim Torra, delegado de Puigdemont en el interior. Quien fue el 130º presidente de la Generalitat siguió el encuentro celebrado en la Moncloa a distancia, pero casi en directo y con todos los matices. No quería de ningún modo que la reunión del miércoles, la mesa de diálogo diseñada entre ERC y el PSOE, escapara a su control.
Luego, el sábado, muchas decenas de miles de catalanes inundaron Perpinyà para agasajar y reivindicar al que consideran el presidente legítimo de Catalunya. Hubo música, canciones, ‘castellers’, discursos, fraternidad, orgullo y obstinación. Nadie pensaba allí en el coronavirus. Hasta ahora Puigdemont no se había atrevido a pisar suelo francés. El viernes estaba ya en Perpinyà para asistir a un partido de rugbi de la USAP y empezar a recibir los honores que le dispensaron las autoridades de la capital del Rosellón, en la Catalunya Norte.
Guste más o menos, se crea que es una locura o que hay que resolverlo de alguna forma para poder entonces avanzar, sigue vivo el pulso en el independentismo entre dos estrategias, dos sensibilidades –incluso dos sentimentalidades–, dos fuerzas y, al final, dos hombres. Uno, Oriol Junqueras, rumia sus siguientes movimientos y el de sus piezas entre las paredes de la cárcel de Lledoners, el otro, desde su ya largo exilio, en lo que es una partida de ajedrez eterna y enrevesada, a veces sutil, a veces brutal. Épica y amarga, luminosa y oscura. El próximo momento decisivo, las elecciones que se perfilan ya con nitidez en el horizonte catalán.