La propuesta de Pasqual Maragall de un nuevo Estatut fue un movimiento ciertamente electoralista, pero no exclusivamente eso, pues constituía a la vez un ambicioso programa en tres movimientos: mayoría en el Parlament, gobernar con la izquierda -esto es, forjando una alianza con ERC- y romper con el pujolismo, en especial en lo tocante a la relación con España.
Como es sabido, alcanzó los dos primeros objetivos. Pero no logró Maragall que el Estatut -piedra de toque de la nueva relación con España- saliera adelante. El Estatut era, en la visión maragalliana, la vía para poner fin a las tensiones y contrariedades que la mecánica pujolista generaba. Esta consistía en esperar a que uno de los dos grandes partidos españoles necesitara a CiU para gobernar. Entonces venían la negociación, el forcejeo y, si todo iba como debía, los frutos, algunos mejores, otros peores. El famoso sistema del ‘peix al cove’.
Por supuesto, aquello era contingente -debían darse ciertas circunstancias en Madrid y en Barcelona- y propiciaba el relato de la Catalunya desleal, mercantilista y corsaria, algo que se iba convirtiendo en determinas capas de la sociedad española en apestosa catalanofobia. Maragall soñaba con un pacto fraternal con España. Es decir, fundamentado en la confianza y lealtad mutuas. Una nueva arquitectura federalista llamada a modernizar el chirriante modelo autonómico y, sobre todo, a situar las relaciones de Catalunya con España en un nuevo plano.
Como se sabe, aquello fracasó. España, una cierta España, hundió la oferta catalana. El Constitucional firmó hace diez años la muerte del Estatut. Artur Mas, heredero de Jordi Pujol, asumía la presidencia de la Generalitat. Ni antes, ni durante, ni después hubo por parte española propuesta digna de tal nombre a la sociedad catalana, buena parte de la cual había visto en el Estatut la última oportunidad para un matrimonio, el matrimonio con España, que hacía aguas.
Con Mas, primero, y Puigdemont, a continuación, se desarrollaría el llamado ‘procés’. Durante el crescendo de esos años, España siguió sin querer atender al descontento catalán. El PP de Rajoy -el gallego se convirtió en presidente en diciembre del 2011-, que combatió ferozmente el Estatut, continuó rechazando toda demanda o reclamación. Tampoco quiso poner sobre la mesa una alternativa a la autodeterminación y la independencia. El imparable empuje civil y el bloqueo de Madrid llevaron en octubre del 2017 al desenlace que todos conocemos. Siempre, hasta el último momento, los líderes independentistas albergaron la esperanza de que el Gobierno español se sentaría a dialogar. Que habría una propuesta, algo. No llegó. Lo que sí llegó fue el 155, los encarcelamientos y la represión.
El segundo intento de dar un giro a la situación y transformar la relación con España también había acabado mal, desastrosamente. Tras el Estatut y el ‘procés’ nos hallamos de vuelta a la casilla de salida, la del pujolismo. El matrimonio sigue bajo el mismo techo, pero a la fuerza. La reconciliación resulta hoy inimaginable.