La más que probable inhabilitación de Quim Torra por negarse a retirar la pancarta de apoyo a los presos está al caer. Es un castigo desproporcionado que tendrá repercusiones que trascienden al presidente de la Generalitat, pues el asunto interferirá en la vida política e institucional catalana en unos momentos muy delicados a causa de la terrible crisis sanitaria y económica.
Torra prometió en enero que tras aprobar los presupuestos iba a convocar elecciones. Estaba harto de lo que consideraba deslealtades de ERC. Lo proclamó a los cuatro vientos. Luego, cuando se aprobó el presupuesto, aludió a la grave situación provocada por la pandemia para aplazar el cumplimiento de lo prometido.
En verano estuvo a punto de llamar a los catalanes a las urnas. Pero tras el encuentro en Colliure con Puigdemont cambió el rumbo. No convocará elecciones. Es lo que deseaba su antecesor, que se encuentra armando su partido-movimiento y necesita tiempo para intentar que Esquerra Republicana muerda el polvo. Tras el pacto con Puigdemont, el president cambió a tres ‘consellers’, señal inequívoca de que intentará que la legislatura se alargue como un chicle gastado.
Quim Torra nos metió en el lío actual a sabiendas. El 131 presidente de la Generalitat presenta una fuerte inclinación al simbolismo y una irreprimible pulsión sacrificial. Era en su momento perfectamente consciente de que si rechazaba quitar la pancarta seguramente sería inhabilitado (y que eso iba a ocurrir fuera o no proporcionado o justo). Aún así desobedeció, como siempre ha admitido. Como escribió Max Weber, “cuando las consecuencias de una acción realizada conforme a una ética de la convicción son malas, quien la ejecutó no se siente responsable de ellas, sino que responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que los hizo así”. Fue una irresponsabilidad y un capricho nada patriótico, pues, como apuntaba arriba, los efectos de su acto van mucho más allá de su persona.
En segundo lugar, renunciar a su potestad de convocar elecciones supone entregar el calendario al Tribunal Supremo. Tras la resolución de este, la mecánica electoral se pondrá en marcha hasta conducirnos a la votación. La inacción del ‘president’ abrirá una larga etapa de interinidad gubernamental y el recrudecimiento de la lucha entre partidos, en especial entre los dos que conforman el Govern. Hasta después de las elecciones Catalunya tendrá que arreglárselas sin presidente -parte de su funciones las asumirá el vicepresidente Pere Aragonès- y sin poder aprobar los presupuestos. No parece esto tampoco razonable ni patriótico.
En tercer lugar, y aunque a algunos se les pueda antoja run anticuado remilgo, creo firmemente, y confío en no ser el único, que alguien que es presidente de Catalunya debe cumplir lo que promete. Máxime si lo promete públicamente y de forma solemne. No hacerlo ni es serio ni ayuda ni a la política ni al país. Peor aún si se quiebra la palabra dada por motivos que, en una proporción notable, responden a cálculos partidistas, en este caso los que se pergeñan en Waterloo.