Lo anunciado ha sucedido ya. Cuando ocurrieron los hechos juzgados, sus consecuencias parecían lejanas, pero hoy, transcurrido aproximadamente un año y medio, están aquí. Los días de Torra como presidente de Catalunya han acabado. Es el tercer presidente seguido, tras Mas y Puigdemont, que colisiona con la justicia española. Los tres que han gobernado apoyados por una mayoría independentista.
Habrá tiempo para analizar a fondo el recorrido presidencial de Torra, que tomó posesión en mayo del 2018. Digamos por ahora que su mandato ha estado marcado por el fracaso de octubre del 2017 y el conflicto político con el Estado. Por su parte, él siempre vio su presidencia como interina, fruto no deseado de la represión contra el independentismo. Por eso nunca quiso ocupar el despacho que le correspondía como presidente. Justamente, la incapacidad de Torra, un editor y activista, para interiorizar su condición de presidente es otro elemento que puede ayudar a explicar lo acontecido. Nunca se enfundó del todo el traje de ‘president’ y siguió comportándose como un patriota a quien el azar otorgó un protagonismo insospechado.
Dos gobiernos en uno
Más allá de eso, el gobierno presidido por Torra, como había ocurrido antes con los demás ejecutivos de coalición que ha tenido Catalunya desde el restablecimiento de la democracia, no logró fraguarse como un órgano mínimamente integrado y coordinado. Han sido dos gobiernos en uno. La enconada relación entre JxCat y ERC no ha hecho más que ponerlo de relieve. Todo ello se enmarca ineludiblemente en la situación que atraviesa el independentismo político y civil tras el mes de octubre del 2017. Una situación en que se mezclan discrepancias, cuentas pendientes y bloqueo.
Otra circunstancia que ha marcado la etapa que termina es el estallido de la pandemia en marzo pasado. Pese a los errores, que los ha habido, en este apartado ni Torra ni el Govern la han gestionado peor que el Gobierno español y sí bastante mejor que un puñado de otros ejecutivos autonómicos, el de Madrid singularmente.
Trasladémonos al episodio de la pancarta. El incidente no tiene ni por asomo la épica de la consulta del 9-N ni del conato de declaración de independencia protagonizado por Puigdemont. Que Torra pensara en su momento que valía la pena jugársela por una pancarta revela luminosa y dramáticamente cuál es su visión de la política, visión que, como decíamos, es la de un activista, un activista empapado de emotividad y con una tendencia sacrificial (Torra se ha mostrado dispuesto a organizar otro referéndum).
El independentismo ha venido denunciando desde hace años que la justicia española, más exactamente sus cúpulas, se ha lanzado a la persecución y la represión del independentismo, cosa en gran parte cierta. El mismo Torra no se ha cansado de señalar los abusos de jueces y fiscales. Aun así -y esto es lo realmente chocante- Torra alza la bandera de la libertad de expresión y se arroja sin que nadie le obligue en brazos del enemigo. No solo eso, sino que reconoce el delito y unos meses más tarde vuelve a desobedecer, de nuevo por una pancarta. Que la justicia española le cruja con una sentencia desproporcionada y le arrebate la presidencia -algo difícilmente comprensible en el resto de Europa- no hace más que corroborar lo que el independentismo denuncia. Acto seguido el independentismo redobla la protesta y acentúa su indignación. El círculo se cierra. Un ‘ritornello’ oneroso y estéril.
Sinceramente, ¿no resulta absurdo dejarse condenar solo para poder denunciar luego lo injusto que es que te condenen y la maldad de los que lo hacen?