El buen periodista tiene que saber hacer bien un montón de cosas. Una de las más importantes es encontrar personas que le faciliten información que alguien, con frecuencia gente poderosa, no quiere que se difunda. Por eso el periodismo es curiosidad, perseverancia y empatía, como ilustran perfectamente, por ejemplo, las memorias de Seymour Hersh, ‘Reporter’, disponibles en castellano (‘Reportero’).
Quienes hablan con el periodista, las fuentes, a veces lo hacen porque creen que es su deber. El periodista intentará convencer a esa persona a la que exhorta a colaborar que en efecto es así, que contar lo que sabe es un acto moralmente valioso, positivo para el bien común. Naturalmente, que la fuente confíe en la palabra y el buen hacer del periodista resultará decisivo.
Vean, si no la han visto, la que es una de mis películas favoritas sobre periodismo: ‘The Insider’ (‘El Dilema’), dirigida por Michael Mann. El filme narra como ningún otro la angustia de un científico -un genial Russell Crowe- atrapado entre su consciencia, que le empuja a dar información al periodista (Al Pacino), y el peligro real de perderlo absolutamente todo.
A las fuentes, sin embargo, no siempre las mueve hacer el bien. En la mayoría de las ocasiones hablan porque persiguen algún interés particular. Interés legítimo, a veces, pero también, otras, reprochable, bastardo o incluso perverso. Por consiguiente, el periodista deberá tener cuidado, toda vez que la fuente, para servir a sus propósitos -por ejemplo, vengarse de alguien- puede emplear información verdadera o, de no disponer de ella, información fabricada, diseñada para hacer el mayor daño posible. La fuente con frecuencia habrá puesto como condición que su identidad no sea revelada.
El periodista, por supuesto, puede ser víctima de un engaño, puede equivocarse. Lo inaceptable no es eso. Lo inaceptable es el periodista cómplice de la fuente tóxica, el periodista que difunde informaciones falsas a sabiendas. Ya no nos hallamos en el terreno de la ingenuidad o la falta de diligencia profesional, sino ante algo muchísimo peor, inmoral y delictivo.
Es esto exactamente lo que ha venido ocurriendo en España durante demasiados años. El triángulo del mal tiene en el vértice superior a alguien poderoso (políticos, financieros, etcétera), en el otro a policías corruptos y en el último -y fundamental- a periodistas igualmente corruptos.
Uno de los personajes que más ha traficado con información explosiva por encargo, con el objetivo de salvar a unos y hundir a otros, es el comisario Villarejo, en prisión desde hace tres años. Lo entrevistó unos días atrás el diario ‘El País’. Villarejo define muy bien qué son las ‘cloacas del Estado’ y aprovecha para matizar: “Las cloacas suelen ser elementos para sacar fuera las mierdas que generan otros”.
Un ejemplo, entre otros muchos a lo largo de los últimos tiempos, es la llamada ‘operación Cataluña’. Argumenta Villarejo que a veces hay que saltarse la ley para servir a un bien superior. Y a continuación revela uno de sus lemas de cabecera: “Con la madre y con la patria, con razón o sin ella”. Al leerlo no pude evitar recordar al director de un diario de Madrid, muy agresivo con el independentismo, quien confesó privadamente que, para él y su periódico, antes que la verdad está la unidad de España.
José Antonio Hernández, el periodista de ‘El País’, sabía perfectamente que trataban con alguien peligroso, y se anda con pies de plomo. Asimismo, el diario advierte al lector de que ha decidido no publicar algunas partes de la entrevista porque el policía lanza “acusaciones muy graves contra terceras personas sobre hechos en los que el comisario no participó, ni hay pruebas sobre ellos”. Si es realmente así, el rotativo obra correctamente no dando a conocer esos pasajes.
Debo terminar con una crítica (o autocrítica). A lo largo de la historia de la profesión, los periodistas se han esforzado con mayor o menor éxito en criticar y denunciar a los poderosos, como es su obligación. Sin embargo, al menos en Catalunya y en España, se han abstenido en general de criticar y denunciar a otros periodistas. Ha sucedido algunas veces, pero normalmente solo cuando se han desatado guerras entre empresas mediáticas. Es hora de que los periodistas señalen, desde la independencia y el rigor, al mal periodismo. Muy especialmente, al periodismo corrupto, y que lo hagan con toda la firmeza necesaria. El buen periodismo debe acabar con el periodismo que no merece tal nombre, el periodismo cloaca. Se hará un gran bien a sí mismo, a la sociedad y a la democracia.