Para procurar comprender, si es que tal cosa es posible, lo ocurrido en el asunto de las negociaciones entre ERC y JxCat les propongo dar unos pasos hacia atrás. Alejarnos del estridente ruido. Un ejercicio de distanciamiento para revivir las secuencias clave de la calamitosa película que discurre aún ante nuestros ojos.
Las cosas, sobre el papel, empiezan muy bien. El 14 de febrero, pese a la victoria socialista, ERC, JxCat y CUP suman mayoría absoluta en el Parlament. El voto independentista rompe la barrera del 50%. Los catalanes les han otorgado de nuevo su confianza para gobernar. Pero, ojo, algo ha cambiado. El elector independentista no ha acudido a las urnas con alegría, ni entusiasmo, mucho menos con el ánimo festivo de aquellos luminosos Onces de Septiembre. Vuelve a votarles por tozudez y, sobre todo, haciendo un gran esfuerzo de voluntad. Queriendo creer que, esta vez sí, van a ser capaces de gobernar juntos y de gobernar bien.
Pero enseguida sabremos que algo no funciona debidamente. ERC no abre las negociaciones con JxCat -solo un diputado menos que los republicanos-, sino con la CUP. El ambiente, siempre viciado, se espesa. Interpretan los junteros el movimiento como un truco barato para intimidarles, para menguar su radio de acción. Los de Carles Puigdemont se conjuran para esperar. Cuando vengan, que vendrán, se van a enterar.
ERC empieza a negociar con Junts, que no muestra prisa alguna. Existe una buena razón para trabajar mucho el pacto. Todos saben que esta vez el gobierno debe funcionar, no pueden volver a fallar. Esquerra interpreta que JxCat está perdiendo el tiempo por maldad y para empujarlos más y más hacia el abismo, 26 de mayo, límite para la investidura. Pere Aragonès y los suyos se desesperan, y presionan con todo.
Y en estas llega el momento decisivo. Jordi Sànchez anuncia públicamente que, pase lo que pase, no habrá repetición electoral. Junts per Catalunya dará los votos a ERC aunque no se alcance un pacto de gobierno. En teoría, una jugada maestra. JxCat se sacude la presión de encima y abre a ERC la puerta de un futuro indeseado y peligroso. O sea, un Gobierno en minoría obligado a depender de los socialistas.
Solo es una jugada maestra, como decíamos, en teoría. Falla algo que sabe bien cualquier padre responsable: nunca lances una amenaza que no puedas cumplir. Cuando ERC, el sábado por la mañana, decide -quizá suicida, quizá magistralmente: ya se verá- aceptar el envite de Junts, los de Puigdemont entran en pánico. No hay un plan. Se revela crudamente su fragilidad: es un partido en formación, internamente heterogéneo, con evidentes contradicciones.
Veremos cuál es el desenlace final. Sea como fuere, el daño ya está hecho. Además, si no se produce un brusco giro argumental, cosa que hoy parece enormemente improbable, se abre una nueva era política. Una nueva era marcada a fuego por el desconcierto, la frustración y el cabreo sin matices de una parte importante del país, los catalanes independentistas, que quisieron creer que, esta vez sí, que ahora por fin, sus representantes iban a estar a la altura.