Discurre la campaña, y ya van unos cuantos días, por el sendero de la previsibilidad y el tono grisáceo. Se comprende que a Mas y a CiU les interese mucho dormir el match. Se comprende menos la calma con que aparentemente los socialistas se toman un trance que, si no ocurre algo extraordinario, les conduce al batacazo. Sea como fuere, la cuestión es que parece que las emociones se trasladan a otras latitudes políticas.
Decidido a hacer algo contra los pésimos augurios, el domingo Puigcercós lanzaba su particular pedrada contra el estanque, a ver si, gracias al alboroto, pescaba algún atún o, al menos, un par de lenguados. El presunto bocado electoral que pueda conseguir tiene el precio del incremento de la antipatía hacia los catalanes, algo que al líder de ERC le debe parecer poca cosa al lado de sus urgencias partidistas. Las encuestas han contribuido sin duda a estimular también los circuitos neuronales de los estrategas del PP, que, amén de encaramarse a hombros de la inmigración para tratar de colocarse terceros el día 28, se dedicaron el domingo a organizar una especie de exorcismo en el Saló del Tinell, allí donde Maragall, Carod y Saura -hoy desaparecidos- alumbraron el tripartito. De lo que se trataba era de firmar un papelito diciendo, más o menos, que esto -Catalunya- es España, y que así debe seguir. El retrato de Sánchez-Camacho con los dos mozos -el vasco Basagoiti y el gallego Núñez Feijóo- no va a suponer para los catalanes el oneroso coste del desatino -en la forma, mucho menos en el fondo- de Puigcercós, pero tampoco va a pasar a los anales ni de la teoría política ni del buen gusto.
A la vista de cómo van las cosas, puede suceder, de mantenerse la imperturbabilidad de convergentes y socialistas, que el resto se anime y la campaña sea tomada por el exabrupto, la gesticulación demagógica y la payasada freak. No me extrañaría.