Escribía Yasmina Reza en su libro sobre Nicolas Sarkozy (El alba la tarde o la noche) que lo que realmente le impresiona de los políticos es que arriesgan el tipo, ya que son a la vez jugadores y apuesta. ¿Qué apuestan? Pues no su existencia, sino algo peor: la idea que se han hecho de su existencia. Me vino a la cabeza cuando Montilla aprovechó su última intervención en el debate del domingo para insistir en el asunto del cara a cara. Esta vez la propuesta cambiaba: ya no eran dos encuentros, uno en catalán y otro en castellano, sino que con uno y en catalán se conformaba. ¿Por qué lo hizo? Algunos socialistas estuvieron propagando durante días que CiU se negaba en redondo al encuentro con el presidente de la Generalitat. ¿Le habían contado lo mismo a Montilla? ¿O calculó este que, si Mas decía que no, metía un gol y, si decía que sí, se abriría la posibilidad de que algo inesperado y extraordinario ocurra, de que de alguna forma el destino se doble sobre sí mismo y el anunciado gobierno de la federación nacionalista se desvanezca como si de una angustiosa pesadilla se tratara? El riesgo es alto, pues tal vez el debate cara a cara se torne puntilla y el PSC acabe precipitándose en una tremenda derrota. Es el precio que hay que pagar por mantener viva la esperanza, por convocar el milagro. En el caso de Artur Mas, la situación es distinta. Lo que puede conseguir, si a él le salen muy bien las cosas y a Montilla muy mal, es encaramarse a la mayoría absoluta o situarse muy cerca de ella. Se aseguraría CiU el gobierno «fuerte» que tanto ha reclamado su líder, algo que le ahorraría pactos incómodos y le dejaría las manos libres. Si Mas lo hiciera fatal -algo que no es imposible pero sí difícil de imaginar, ya que ha exhibido hasta ahora una precisión de reloj suizo-, el anunciado triunfo podría quedar empañado y los quebraderos de cabeza se presentarían, a partir del mismo 28 por la noche, en forma de generosa cascada.