La reciente admisión de una querella del expresidente del FC Barcelona Sandro Rosell por parte de un juzgado de instrucción de Madrid ha conseguido lo que parecía imposible: que la justicia española se ocupe de la llamada operación Cataluña. Ha conseguido horadar el escudo con que la justicia española ha protegido hasta ahora a los implicados en la trama policial y judicial que actuó fuera de la ley, durante los gobiernos de Mariano Rajoy, para combatir al independentismo.
Una mafia que se puso a funcionar, según han revelado algunos medios, en 2012, tras la masiva manifestación del 11 de septiembre y justo antes de las elecciones del 25 de noviembre de aquel año. Muchas son las víctimas -Sandro Rosell pasó dos años en prisión preventiva por voluntad de la juez Carmen Lamela- que habían perdido la esperanza de que algún día los responsables -de toda condición- de la guerra sucia fueran investigados y pagaran por sus delitos.
De los involucrados en la operación Cataluña, solo uno ha sido condenado por ahora. Se trata de Eugenio Pino, exdirector adjunto operativo de la Policía. Le fue impuesto por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid un año de prisión por alterar pruebas del caso Pujol (trató de introducir material robado para incriminar a la familia del ‘expresident’).
Que el juzgado de instrucción número 13 de Madrid empiece a investigar el caso Rosell puede ser visto como una buena noticia. Pero no lo es del todo.
El caso llega finalmente a la justicia gracias al empeño personal de Rosell, que no ha querido olvidar que le robaron dos años de su vida. El mismo Rosell fracasó en un anterior intento ante la Audiencia Nacional. Igualmente, para lograr que la causa fuera a parar a un juzgado de instrucción, el expresidente del Barça ha tenido que dejar fuera de la querella a alguno de los responsables del complot. Rosell se convirtió en objetivo de la trama que actuaba al margen de la ley porque se consideró que el Barcelona, como institución importante en Catalunya y por su actitud ante el ‘procés’, debía ser desestabilizado.
Al margen de las dificultades y del tiempo que ha tenido que transcurrir, hay que tener en cuenta que el caso Rosell es solo una pequeña, muy pequeña, parte de lo que se debería investigar y castigar. Significa levantar solo el pico de una inmensa alfombra que cubre un vertedero de porquería. Pero incluso siendo el asunto una pequeña parte de lo ocurrido, existen grandes dudas -que comparto- de que el caso acabe teniendo recorrido y consecuencias reales.
La llamada «policía patriótica» fue condenada públicamente por Pedro Sánchez, quien, sin embargo, ha pasado de puntillas sobre el asunto, más allá de reactivar -a raíz de la querella de Rosell- la comisión de investigación creada en el Congreso. Mientras tanto, su ministro de Interior, Grande-Marlaska, justifica la infiltración policial en entidades sociales e independentistas catalanas.
La operación Cataluña debería encolerizar a cualquier demócrata, catalán o español. Porque la guerra sucia de los aparatos del Estado -políticos, policiales, de la justicia- compinchados con determinados medios de comunicación, en relación a la cual el PSOE se pone de perfil, nos muestra que, ante determinadas amenazas, para algunos no solo es lícito sino un deber saltarse la ley. Que existe un consenso para suspender la democracia si así se estima conveniente. “Con la madre y con la patria, con razón o sin ella”, recita el grotesco José Manuel Villarejo.
Pero no solo de supuesto patriotismo va esta historia. También va de poder. Va de la furibunda, incluso irracional, reacción de algunos cuando se pone en cuestión el ‘statu quo’. Cuando se ponen en crisis los términos del pacto de la Transición -un pacto que fue útil y a la vez injusto-, que mantuvo los privilegios de determinadas élites, dentro y fuera de los aparatos del Estado, estas élites reaccionan con todas sus fuerzas. No es de extrañar, pues, que, junto con el independentismo, las otras víctimas de la guerra sucia fueran Podemos y su entorno.
En cuanto a los medios de comunicación, hay que distinguir entre aquellas empresas y periodistas que formaron parte fundamental de la trama, es decir, que se encargaban de vomitar las infamias pergeñadas por la «policía patriótica», y los que aún a día de hoy intentan restar importancia a lo sucedido, pese a la ingente información acumulada. Como periodista, por los primeros siento repugnancia; por los segundos, desprecio.