El Barça está por encima de sus presidentes presentes y pasados, se llamen como se llamen. Esta afirmación parece, y es, una obviedad. Todo el mundo puede estar de acuerdo con ella. Sin embargo, en ocasiones, cuando las cosas se complican y se ponen realmente difíciles, hasta las verdades más obvias y compartidas se desdibujan, llegan a olvidarse.
Para muchos, además, el Barcelona no es un club como cualquier otro. Es más que eso. Ser más que un club no supone que sea el mejor ni el más grande. Quiere decir que es portador de atributos y significados únicos. El Barça es un símbolo catalanista. El ejército desarmado de Catalunya, por decirlo como Vázquez Montalbán. Pero no solo. Además, él se ha identificado y ha logrado que se le identificara a través de un conjunto de valores propios, que ha despertado la simpatía y el apego de millones de personas en todo el mundo. Que, más allá de los triunfos deportivos, el club sea percibido como un club especial y digno de aprecio no es una bobada, ni solo un asunto de márketing. Son muy pocos los que logran convertirse en un símbolo positivo tanto para los suyos como para los demás. Tiene un mérito colosal, que no se puede dilapidar, y supone un compromiso para todos, empezando por los dirigentes de la entidad.
Como habrán adivinado, viene este recordatorio a cuento del escándalo de los pagos del Barça a José María Enríquez Negreira cuando este era vicepresidente de la Comisión Técnica de Árbitros. Más de 7,3 millones de euros entre 2001 y 2018, un dinero que se ocultó en las profundidades de la contabilidad del club (judicialmente solo se investigan los últimos cuatro años, pues los posibles delitos previos habrían prescrito).
El presidente del Barça, Joan Laporta, ha dicho y repetido, por activa y por pasiva, por tierra mar y aire, que se demostrará la inocencia del Barça y que los que están aprovechando para hacer daño al club van a tener que tragarse sus palabras. No obstante, de momento muy poco ha sido aclarado. Y eso que la noticia fue conocida el pasado 15 de febrero. Y pese, también, a que las pesquisas de Hacienda sobre Negreira empezaron en 2019 y que en su momento el fisco obligó al Barça a devolver lo que se había ahorrado en Impuesto de Sociedades e IVA gracias a las facturas del exárbitro.
Laporta esperó a comparecer. Contraviniendo absolutamente cualquier manual sobre cómo actuar ante una crisis de reputación, no lo hizo hasta dos meses y dos días después de que el caso explotara públicamente. Exhibió centenares de informes (643 documentos escritos, 43 cedés) del hijo de Enríquez Negreira, Javier. Sin embargo, tras la larguísima rueda de prensa, el problema seguía. No consiguió Laporta aclarar por qué el Barça pagó una fortuna por unos servicios que no valen, ni de lejos, ese dinero. Tampoco explicó, por ejemplo, por qué en su anterior etapa como presidente (2003-2010) multiplicó la suma que se entregaba a Negreira. En lugar de eso, echó mano Laporta de uno de los ardides más viejos para cuando a uno le pillan en una situación comprometida, e intentó desviar la atención. Y se metió con el Real Madrid – “el club del régimen”- y con Javier Tebas, presidente de la Liga. El Real Madrid le ayudó a confundir a la gente durante un par o tres días al replicarle con un penoso reportaje emitido por la televisión del club blanco (visto lo visto, uno se pregunta si las especulaciones sobre el retorno de Messi no son también una artimaña).
Al escribir estas líneas seguimos casi donde estábamos. No sabemos si el Barça quiso comprar favores arbitrales, como acusa la Fiscalía, si Negreira embaucó a los directivos blaugrana haciéndoles creer lo que no era, si alguien se metía dinero en el bolsillo… Lo que sí sabemos, como decíamos al principio, es que el Barça está por encima de sus presidentes, de todos, y que el Barça, un club especial, no merece lo que le está ocurriendo. A estas alturas está claro que no hay una explicación que pueda ser feliz ni tampoco aceptable sobre los millones pagados a Negreira. Y que el daño resulta inevitable.
Hubiera estado bien que el presidente y su directiva no trataran a los socios -los auténticos propietarios del club, para los cuales trabajan- como niños o como parroquianos que, cegados por la fe culé, fueran incapaces de razonar. En este sentido, Laporta hubiera podido empezar por pedirles disculpas -en coherencia con los valores del club- en lugar de tratar de aturdirlos con juegos de manos.