Son numerosas las lecciones a extraer de los resultados del pasado domingo. Una de ellas, nada menor, es que la realidad ha rasgado violentamente la burbuja mediática madrileña. Fueron ellos, con la ayuda inestimable de las empresas demoscópicas, que proveyeron de una cascada de encuestas como nunca antes, quienes intentaron imponer un marco mental que dibujaba un triunfo rotundo del PP, que podría o gobernar en solitario o bien con Vox. La estructura mediática española, centralizada y radial, otorga la influencia suficiente para imponer un determinado modo de ver las cosas.
El objetivo era crear la sensación de que una gran victoria del PP era inevitable, que estaba hecha. Eso provocaría que una parte de los electores se adhiriera al bloque derechista (efecto ‘carro ganador’) y que otra, abrumada por la fatalidad, cayera en manos del desánimo y la abstención. La mayoría de medios madrileños buscaban moldear performativamente la situación, es decir, convertir su relato en algo con consecuencias reales. Conseguir que la profecía se autocumpliera. El domingo por la noche la maniobra saltaba por los aires, ante el desconcierto de los medios y sus periodistas, que divagan aturdidos, pues llegaron a creerse su propia comedia. Aún hoy siguen preguntándose qué diablos ha podido fallar.
También Alberto Núñez Feijóo se convenció de que las elecciones eran pan comido. Sus palabras tras el escrutinio evidencian que no comprendía lo que acababa de suceder. Así, se puso a conminar al PSOE para que le cediera el poder ‘gratis et amore’, mientras repetía la superchería según la cual son los ciudadanos los que eligen al presidente, esto es, que, como el PP había tenido más votos que nadie, él debía ser investido por narices. Totalmente falso: quien elige al presidente es el Congreso, es decir, sus 350 diputados y diputadas. Es más, ni siquiera es necesario que el inquilino de la Moncloa haya concurrido a los comicios.
La de Feijóo es una victoria realmente amarga. Sus posibilidades de convertirse en presidente del gobierno son a día de hoy cero, nulas (a menos que el PNV enloquezca). Con los resultados en la mano, las dos opciones sobre la mesa son: o bloqueo (y repetición de elecciones) o investidura de Pedro Sánchez con el apoyo de Podemos y catalanes y vascos. Nada más. El denostado ‘gobierno Frankenstein’, pues, no ha muerto. Sigue respirando. Está vivo, todavía.
Sánchez jugó al límite, arriesgándolo todo. Contra lo que dictaba la prudencia y el sentido común, anticipó las elecciones para celebrarlas en pleno y asfixiante mes de julio. Su única salida, tras la derrota en las municipales y autonómicas, era movilizar a sus posibles votantes, lograr la reacción de unos ciudadanos que, como se vio ese mismo 28 de mayo, andaban desconcertados y fatigados. No tenía plan B. Por eso, por ejemplo, recorrió los platós de las televisiones y las radios donde a diario se denigra al sanchismo.
El bloque de PP y Vox nunca previó que el poder se le escapara de las manos. Sin embargo, los pactos en las autonomías y ciudades con la extrema derecha, los excesos de las primeras medidas de Vox, la matonería de Santiago Abascal, el escándalo de las mentiras de Feijóo, etcétera, acabó alarmando, dando miedo, a los que de otro modo no hubieran acudido a las urnas. El resultado: el PSOE consiguió más votos, más porcentaje y más diputados que en 2019. A Feijóo no le alcanzaba la victoria para gobernar, tampoco con Vox. Más allá de Abascal, al PP -tras años de acoso sin compasión a los soberanistas catalanes y vascos- apenas le queda a nadie a quien poder llamar.
En un giro del guion deudor de la justicia poética o, si lo prefieren, emparentado con las paradojas más macabras, los destinos políticos de Feijóo y de Sánchez dependen hoy fundamentalmente del odiado Carles Puigdemont. Mal asunto. El gallego Feijóo haría bien de rezarle al apóstol Santiago para que Puigdemont no ceda y mantenga las condiciones imposibles establecidas de antemano (amnistía y referéndum). Sánchez tendrá que calibrar, durante las vacaciones hasta dónde está realmente dispuesto a llegar. El socialista está, de nuevo, en un buen aprieto. Puigdemont no tiene nada que perder y le encantan, como a Sánchez, las tesituras extremas. En Junts hay, entre los que dirigen, quienes barruntan que, tanto si pactan como si provocan la repetición electoral, en ambos casos pueden ganar.