España se enfrenta, políticamente, a un sinnúmero de retos, no es ningún secreto. Muchos de ellos, realmente inquietantes. Sería larguísimo inventariarlos. A mi juicio, sin embargo, la guerra abierta entre la élite judicial y el Gobierno de Pedro Sánchez es el problema más grave de todos. Lo es porque trasciende el plano puramente partidista y supone una grave amenaza para la separación de poderes y la salud democrática. Nos hallamos tristemente en tiempos de radicalización y malhumor, de alergia al debate razonado. Unos tiempos que premian al vociferante y al demagogo, en que la templanza se asimila a la debilidad y se desfiguran los límites, tan necesarios.
Destacados jueces y fiscales se han amotinado contra el ejecutivo de coalición presidido por Sánchez. Que nadie se llame a engaño: es un desafío político en el sentido desnudo del término, una acometida de un poder del Estado contra otro. La belicosidad de jueces y fiscales -de una parte muy enjundiosa de ellos- empezó a crecer con la propuesta de Estatuto catalán, finalmente amputado por el Tribunal Constitucional. Luego vendría el llamado ‘procés’ y, una vez terminado, su resaca, la etapa que estamos viviendo.
Mariano Rajoy se convierte en presidente del Gobierno en diciembre de 2011. El inicio del ‘procés’ puede fecharse en el año anterior, 2010, cuando la sentencia del TC sobre el Estatuto, un Estatuto que había sido respaldado por el Parlamento catalán, el Congreso de los Diputados y, lo más importante, la ciudadanía. En un movimiento insólito, el Constitucional corrigió a los políticos y al pueblo catalán. El Estatuto vigente es, pues, aquel que los jueces dictaron entonces.
Cuando los poderes establecidos en Madrid se dieron cuenta de que el ‘procés’ iba en serio -segunda mitad de 2012- Rajoy cometió el gran error. Determinó que no iba a ser la política la que resolvería el asunto, sino los jueces y los cuerpos de seguridad. Renunció, desertó de su responsabilidad. Sacó al genio de la lámpara. Los jueces se envalentonaron. Se les estaba diciendo que ellos eran los buenos y que su destino era derrotar a los malos -los independentistas- y salvar España. En esos años previos al octubre de 2017 y el “¡a por ellos!”, Felipe VI sustituye a su padre como jefe del Estado.
Las cúpulas judiciales y de fiscales son marcadamente de derechas. Igualmente, lo son las principales asociaciones que los reúnen. Por eso el PP se empecina en que “los jueces elijan a los jueces” en el caso del Consejo General del Poder Judicial. Las explicaciones posibles resultan variadas, pero también son como son porque la Transición a la democracia no supuso un cambio cultural real, profundo, en ese ámbito, donde la endogamia es obvia y espesa. En ninguna parte se caracterizan los jueces, como colectivo, por su modestia. Tampoco en España. Detentan un gran poder sobre la vida de sus conciudadanos, algo que tal vez resulte incompatible con la humildad.
Los jueces eran contrarios a indultar a los independentistas. Más aún lo son a la amnistía, que interpretan y sienten como una afrenta, un ataque, una traición. Es, para ellos, como si les dijeran que su empeño de nada ha servido, como si se les dijera que, en el fondo, los buenos son los otros. No es así, pero es así como muchos lo perciben. Contra los indultos podían hacer bien poco, pues los otorga el Gobierno. Es distinto con la ley de amnistía. Contra eso sí pueden -con, por supuesto, la ayuda del PP y Vox, y los medios de comunicación afines- luchar. Y a ello se pusieron. ¿Recuerdan a Aznar? “El que pueda hacer, que haga; el que pueda aportar, que aporte; el que se pueda mover, que se mueva”, convocó.
Hoy en España suceden cosas como que a un juez, García-Castellón, se le ocurra que las protestas de Tsunami Democràtic son terrorismo y que el cabecilla de los terroristas es Carles Puigdemont. Curiosamente, esa especulación brota en el cráneo del juez coincidiendo con el pacto de investidura entre PSOE y Junts -que conlleva la amnistía-, y tras un montón de años. Luego están los fiscales que secundan a Castellón. O los jueces que opinan e incluso se manifiestan -del todo inapropiadamente- contra una ley que no existe, y que se alborotan gremial y dramáticamente cuando se les critica. Y el rey dándoles ánimos con estudiados gestos y mensajes incrustados en sus discursos.
Se trata de la amnistía, sí, y también de animadversión contra Sánchez y el ejecutivo de izquierdas. Pero, sobre todo, de poder. Los jueces se han crecido, y les subleva que alguien pretenda, ahora, a estas alturas, que el genio regrese a su lámpara.