En tiempos de nuestras abuelas, los deseos de los progenitores para sus hijas se condensaban en una sola cosa: una buena boda. ¿Una buena boda? Lo que se entendía por una ‘buena boda’ tenía que ver más bien poco con el amor o la atracción, y mucho con asegurarse un futuro lo más seguro y próspero posible. Casarse con un obrero o un artista -al estilo del Ramonet de ‘L’Auca del senyor Esteve’-, era considerado funesto. Tanto, que el empeño de la jovencita en desviarse del destino trazado, de producirse, podía acabar fácilmente de forma dramática. Lo ideal era, por supuesto, encontrar a un banquero o un opulento comerciante que garantizaran el bienestar -material- de la chica. Todo lo demás quedaba relegado a un segundo plano.
Hoy el sueño de los padres y las madres, pero sobre todo de la propia jovencita o jovencito, es el funcionariado. Casarse o emparejarse con un funcionario está bien, pero, dado como está el proceloso mundo de la pareja, mucho más lo está convertirse uno mismo en uno de ellos. Nuestra muchachada imagina la administración como si al otro lado del umbral se escondiera un auténtico Shangri-La. Los españoles, también los jóvenes, y también los jóvenes catalanes, se inclinan cada vez más por buscarse la vida como funcionario. Sacarse una plaza. Las posibilidades son abundantes. La vocación artística, como en la obra de Santiago Rusiñol, o del tipo que sea, queda muchas veces relegada. Solo los temerarios y los muy tozudos perseveran. La vocación empalidece ante las bondades de la vida funcionarial. Y confieso que no se lo reprocho.
Los chicos y las chicas pasan la primera parte de su vida estudiando. Les decimos, como se les ha dicho en todas las épocas, que sus esfuerzos tendrán recompensa. Que, si trabajan duro, conseguirán lo que se propongan. Se lo prometemos, e insistimos, desde la más tierna infancia. Ellos estudian. Algunos estudian mucho, y unos cuantos, los primeros de la clase, lo sacrifican casi todo en aras de un futuro que les hemos asegurado que va a ser suyo. Pero, luego, se dan de bruces con un mundo que no es ya ni el nuestro ni siquiera el de nuestros padres. La realidad de hoy es barroca, abstrusa, acelerada, inestable, abrumadora, voluble, cargante, narcótica, difícil, amenazante, deforme, incierta y muchas otras cosas más, la mayoría nada agradable o tranquilizadora. El primer trabajo consiste en jornadas interminables a cambio de un salario de subsistencia. Con suerte, al cabo de un tiempo nuestro chaval o chavala dejará de rebotar de un empleo temporal a otro. Casi imposible ahorrar. Los padres y las madres ya no les dictan a quién pueden o no pueden amar, el problema es que, aunque hayan logrado dar, digamos, con su media naranja, cuando por fin puedan alquilar o reunir la entrada de un pisito, las primeras canas ya querrán adornar sus sienes.
No resulta extraño, por consiguiente, que muchos piensen en la alternativa funcionarial. El horario fijado, ni un minuto más. Un buen sueldo -está por encima de la media en la empresa privada- y seguridad. Empleo de por vida. Esto puede que sea lo mejor: si uno es funcionario puede hacer planes. Pisa tierra firme. Un piso propio. Incluso tener hijos a una edad razonable. No estar mordiéndose las uñas o con pesadillas por si te echan o la empresa en que trabajan se va a pique. ¿Cómo vamos a culparlos por querer tener una vida normal? ¿Con qué autoridad podemos acusarlos de haber relegado su vocación o archivado sus sueños?
Cuando dan el paso y se convierten en funcionarios, pronto descubren, ciertamente, que no es Shangri-La y que todo tiene un precio. Se dan cuenta de que cualquier burocracia aspira, por encima de todo, al control, esto es, a eludir los imprevistos y sortear los baches. Y, por consiguiente, ni las ideas ni el afanoso esfuerzo -aquel de que les hablaban sus padres- tiene premio. Con frecuencia es al contrario. Al final, muchos se acomodan (todo conspira para que así sea). Mucho peor: algunos se convierten en profesionales de la exigencia y cruzados del privilegio (como los altos funcionarios de la Generalitat, dispuestos a todo por retener los dos días de teletrabajo que la pandemia les regaló). Con el tiempo, la mayoría acaba, sin embargo, logrando un equilibrio más o menos saludable, y refugiándose en alguna afición y los fines de semana. Escindiendo vida y trabajo, y quizá acordándose alguna vez de los juiciosos y trasnochados sermones de su papá y su mamá. Con un punto de nostalgia.