Grandeza y miseria del socialismo catalán

En el Congreso, el martes, ocurrió lo que desde hace tres decenios viene ocurriendo: el PSC votó contra sí mismo. Además, en un incomprensible error táctico, varios dirigentes socialistas catalanes –Joaquim Nadal, Laia Bonet– habían amenazado con hacer piña, esta vez sí, con el resto de los partidos catalanes. Como decía, no es de ningún modo la primera vez que el PSC exhibe su fragilidad, su miseria, por decirlo ardientemente. La última ocasión sonada fue con motivo de la sentencia del Tribunal Constitucional contra el Estatut votado y aprobado en referendo por los ciudadanos de Catalunya.

El martes se trataba de un texto para exigir al Gobierno del PSOE que abone los 1.450 millones correspondientes al fondo de competitividad. Más propiamente, que los avance, como ha hecho en años anteriores, a lo que el Ejecutivo se niega. Así es que el PSC se vio votando con el PSOE y con la UPD de Rosa Díez contra el pago de un dinero que a la sazón forma parte de un acuerdo de financiación firmado por el tripartito de José Montilla y saludado entonces como el mejor sistema de financiación de la historia. Ustedes lo recordarán.

Distanciémonos un poco. Uno de los grandes pilares de la alianza del PSC con el PSOE es el compromiso, la obligación, de los socialistas catalanes de obedecer una vez se cruza el Ebro. Tal compromiso supone un oneroso coste para la credibilidad y la reputación de los socialistas catalanes, que se incrementa según el asunto y el contexto. El contexto actual es de los peores, pues el PSC se halla en plena campaña electoral e intentando salvar los muebles. La votación del martes, así como el recurso del Gobierno contra la convocatoria catalana de 1.245 plazas de maestros, conspiran contra sus esfuerzos, mientras aquella frase de Montilla ante José Luis Rodríguez Zapatero  –«Te queremos, José Luis, pero queremos más a Catalunya»– parece transmutarse en sarcasmo.

Pero ¿puede el PSC actuar autónomamente en el Congreso? No sin arriesgarse a la ruptura con sus correligionarios y amigos. No sin arriesgarse, por consiguiente, también a la ruptura interna. Y aquí llega la paradoja, que intentamos dibujar hace unos días en otro artículo: para el PSC divorciarse del PSOE sería malo, malísimo, pero también lo sería, indudablemente, para los intereses colectivos de Catalunya. Aquí radica la grandeza del socialismo catalán.
¿Son, pues, los socialistas catalanes unos seres sufrientes, prisioneros del destino, que quieren pero no pueden? Efectivamente, a algunos de ellos la subordinación al PSOE les causa malestar e incluso hondo resquemor. Otros hallan consuelo pensando que es el mal menor. Y a unos terceros –¿muchos? ¿pocos?– la situación no les causa incomodidad, ni tan siquiera inquietud. Y eso es probablemente lo peor de todo.
 

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