Esperamos, a la hora de escribir estas líneas, que empiece el mitin de Mariano Rajoy en L’Hospitalet. Será el primero y el último en Catalunya, a falta de muy poco para que se abran las urnas. Esta vez no se ha producido, como en tantas otras ocasiones, un gran desembarco de dirigentes del PP español. Quizá porque hay otros sitios que requieren mayor atención, quizá porque calculan que las cosas ya marcha suficientemente bien para sus intereses.
Después de combatir con saña el Estatut, luego de atizar hasta la náusea la catalanofobia, Rajoy decidió abandonar ese flanco. El relevo lo cogió el PP de aquí y se cambió también la bandera que levantar. Se pasó del anticatalanismo a los ataques contra la inmigración, con el badalonés Xavier García Albiol agarrando el palo (de la bandera). Todo indica que la estrategia les va a dar buen resultado el domingo. No es de extrañar que la dureza contra los inmigrantes atraiga a un buen puñado de electores de lo que se han venido en llamar las clases populares. Ciudadanos que acostumbraban a votar, por ejemplo, al PSC, marca hoy en decadencia. La crisis multiplica la tensión y la lucha en la base de la pirámide social y, por consiguiente, alimenta el rechazo al otro, al que ha llegado el último, a quien muchos contemplan como una amenaza para su lugar de trabajo, su seguridad, las ayudas, los servicios sociales…
El PP se ha puesto a explotar todo eso, se ha lanzado a pescar votos metiendo su anzuelo en el denso malestar. El PP no tendría que hacerlo, pero lo cierto es que lo está haciendo. No tendría que hacerlo porque es uno de los dos grandes partidos españoles, porque se supone que es un partido de gobierno. Cabría esperar más de Rajoy y compañía. Cabría esperar que fueran más civilizados y no se comportaran así. No obstante, y soy consciente de que a muchos esto no les va a gustar, la culpa no es exclusivamente del PP. Todas las fuerzas políticas, si bien con intensidades distintas, lo son.
El PP puede agitar el asunto en su beneficio porque, antes de eso, los demás partidos del arco parlamentario catalán optaron por silenciar los problemas derivados de la inmigración masiva. Entre todos, incluidos aquí también los medios de comunicación, cercenamos el debate. Convertimos determinadas cosas en tabú. Algunos incluso agarraron la lira y, tras cantar el «papeles para todos», intentaron hacer creer que la inmigración solo acarrea ventajas y ningún inconveniente.
La gente, sin embargo, no compartía esa percepción. Algunos aspectos le inquietaban. Los veía, los tocaba. Se generó un vacío, una dislocación entre el discurso público y la realidad. Un vacío que, por su parte, el PP no ha dudado en ocupar, aprovechándolo de forma demagógica e irresponsable.