Mientras el Govern y ERC deciden qué hacer con los presupuestos del 2013 y 2014 tras los límites de déficit fijados por el ejecutivo de Rajoy, tal vez sea adecuado abrir el foco y alejarnos de la estricta coyuntura para observar los hechos en perspectiva.
Por poco que nos esforcemos, enseguida nos daremos cuenta de que Madrid –entendido como el conjunto de actores, intereses y creencias del conglomerado político, económico, mediático y funcionarial que controla los resortes del poder del Estado– no está jugando limpio al repartir el esfuerzo, el enorme esfuerzo, derivado de la austeridad impuesta por Europa. Una política de austeridad que, por otra parte, ya ha dejado claras sus limitaciones e incluso sus nocivas consecuencias cuando se proyecta sobre determinadas economías.
Lo que está haciendo el Gobierno español es apoderarse de la mayor parte del déficit permitido por la UE para sí mismo, mientras impone a las autonomías que recorten más de lo que proporcionalmente les tocaría.
Con ello la Administración central consigue preservarse, a la vez que se debilitan las autonomías. Como sea que estas autonomías son las que concentran las competencias en sanidad, educación y políticas sociales, sus recortes –agravados por el desequilibrado reparto del déficit– degradan directa y gravemente las condiciones de vida de los ciudadanos. En paralelo y con el argumento de la lucha contra la crisis, Rajoy lleva a cabo constantes reformas que, abundando en la misma dirección, suponen la apropiación por parte del Gobierno de poderes autonómicos.
Si antaño Madrid era la capital política y administrativa del Estado y Barcelona, la capital económica, la primera –a través, entre otras, de una política de infraestructuras que encuentra en el AVE su locuaz epítome– ha conseguido también ese liderazgo económico. Ahora de lo que se trata es de profundizar en esa operación al servicio de un modelo jacobino –una capital todopoderosa y una sola lengua y cultura– el cual, amén de injusto y opresor –y, por cierto, contrario al pacto constitucional–, resulta ineficaz a la hora de abordar y gestionar la complejidad contemporánea.
Pese a ello, el Gobierno español y lo que antes hemos llamado Madrid se aferran a lo que es, en el fondo, una sublimación de la épica de la Castilla imperial, para la que lo catalán supone un irritante obstáculo, un ruido que hay que combatir hasta silenciarlo. Catalunya, Catalunya tal como es, no encaja en su quimera. Y, en lugar de atreverse a abrir los ojos para ver y entender la realidad, siguen empeñados –llevan ya unos siglos– en martillear con ardor la supuesta anomalía.