El PP estuvo reunido de viernes a domingo en Valladolid en una convención que se convirtió en un canto a la unidad (del partido y, cómo no, de España) y en una expresión de apoyo y cariño a Mariano Rajoy. Las diferencias con una parte de las víctimas de ETA, por un lado, más, por el otro, la renuncia de Jaime Mayor Oreja a encabezar al PP en las elecciones europeas y los evidentes signos de discrepancia y descontento por parte de José María Aznar (que se ausentó de la convención alegando compromisos internacionales adquiridos) llevaron a la cúpula popular a adaptar el guion previsto. Rajoy, en su discurso de ayer, lanzó un agrio ataque a Alfredo Pérez Rubalcaba, y prometió recortar impuestos.
Aznar logró en los 90 domeñar a las distintas familias, sensibilidades y sectores que convivían y conviven en el interior del PP y, esto, junto con la modernización del proyecto y la fuerte erosión del PSOE de Felipe González, le permitió alcanzar la Moncloa y, cuatro años después, la mayoría absoluta. Pero las grietas volvieron a abrirse y hoy resultan evidentes. El ala que mezcla conservadurismo duro y neoliberalismo (nada que ver con el auténtico liberalismo) con españolismo hormonal se siente incómoda, enfadada incluso.
A mi modo de ver, que la derecha española segregue algunos de sus elementos más radicales no resulta necesariamente una mala noticia, al contrario. Quizás no estemos solo ante una amenaza, sino también ante una oportunidad.
Puede que, en efecto, al PP consigan hacerle daño el ultraespañolismo (UPD y Movimiento Ciudadano) o la extrema derecha (Vox). En todo caso, habrá que analizarlo tras las elecciones generales, más que en las europeas, cuando el voto es más emotivo e ideológicamente condensado. La existencia de estas opciones políticas abre también una oportunidad, siempre que, superado los naturales temores, el partido de Rajoy adopte la estrategia acertada. O sea, que no se lance atolondradamente a competir con los que se alejan por su derecha, sino que se mueva con convicción hacia el centro, en competencia directa con el PSOE y aspirando a convencer a las amplias franjas de ciudadanos situadas, por expresarlo de algún modo, entre el aznarismo y el zapaterismo.
Ese movimiento, que, si se produce, hay que esperarlo probablemente en el medio plazo, podría dar lugar al esperado y definitivo aggiornamento de la derecha española y a su auténtica homologación con las derechas europeas de referencia. Y, quién sabe, igual es posible abrir una nueva etapa en que las pulsiones de la guerra civil y el franquismo queden superadas, dejando de proyectar su sombra sobre el paisaje y la cultura políticas españolas. E incluso, ¿por qué no?, tal vez acabe sucediendo como en el resto de Europa y deje de ser impensable que los dos grandes partidos puedan formar algún día un ejecutivo de coalición en España.